INTRODUCCIÓN
A LA NEURO-SEMÁNTICA DE LA TARTAMUDEZ (parte 2)
El
lenguaje genera nuestra realidad. El lenguaje no es solamente
nuestras palabras pronunciadas, también es todo pensamiento fugaz,
es lo que pensamos y no decimos, es toda creencia profunda consciente
o inconsciente, es nuestra manera de juzgarnos y juzgar todo lo
demás, es el significado que damos a todo lo que tiene que ver con
nosotros. El lenguaje afecta a nuestro sistema mente-cuerpo y al
sistema mente-cuerpo de las personas de nuestro entorno. Como dijimos
en la primera parte, el lenguaje se in-corpora. Esta idea es muy
antigua, como os voy a explicar:
El
filósofo griego Heráclito, en el siglo VI a.C., fue el primero en
reconocer el poder creador del mundo a través de la palabra. El
Logos, la palabra, según Heráclito, era el fundamento de todo lo
existente. Heráclito vivió en Éfeso, Asia Menor, cuando estaba
bajo dominio persa.
Además,
en arameo, la lengua de Jesús y de los antiguos judíos de
Palestina, había una expresión que decía “avara
ka d`avara”, que significaba “La palabra transforma”, es decir,
describía
el gran poder transformador de la palabra. Esta expresión pasó a
los magos persas durante el cautiverio judío en Babilonia, y después
los persas lo transmitieron a sus dominios de Éfeso, Asia Menor,
actual Turquía, donde Heráclito vivía. Los magos persas la
utilizaban en sus intervenciones mágicas para abrir lo que estaba
cerrado y hacer posible lo imposible. Esta vieja expresión aramea
pasada por el persa, ha llegado a nosotros como “Abracadabra”,
expresión típica muy conocida del mundo de la magia.
Por
otro lado, el también filósofo griego Epicteto ya nos decía lo
siguiente: “Lo
importante no son los hechos sino las opiniones que tenemos de los
hechos”. El
psicólogo Albert Ellis recuperó a Epicteto y nos recordó que no
son los hechos los que nos afectan, sino nuestras creencias,
interpretación o significado que damos a los hechos. Ellis elaboró
una lista de once ideas irracionales muy conocidas que nos hacen la
vida difícil, tal como explicaremos en un artículo posterior.
También
conviene recordar los textos bíblicos del Génesis y del Evangelio
de Juan. Yahvé generó el mundo por medio de la palabra: “Hágase
la luz”, y la luz se hizo. Y en el Evangelio de Juan:
“Al
comienzo existía el Logos (Palabra-Verbo-Acción),
y el Logos estaba con Dios, y el Logos era Dios (…) Todas las cosas
han venido a la existencia por medio del Logos, y ni una sola cosa de
las que han venido a la existencia han venido sin el Logos”
(Juan, 1, 1-4).
El
poder divino para crear todo lo que vemos y lo que no vemos por medio
de la palabra, tiene su correlato en el poder de la palabra humana
que genera su propia realidad.
Y
en arameo, el Evangelio dice literalmente en Juan, 1,14: «Y la
palabra se hizo carne» (bashra,
en arameo).
En
resumen, que somos nuestras palabras. Nuestro cuerpo y nuestras
acciones y reacciones dependen de las palabras que tenemos
interiorizadas en forma de creencias, historias, ideas, pensamientos,
juicios, etc.
Pero
no fue hasta el siglo XX, después de siglos y siglos de considerar
al lenguaje como mera herramienta descriptiva de la realidad, cuando
filósofos como Heidegger, Wittgenstein, Fernando Flores y Rafael
Echeverría recuperarían la consideración del lenguaje como
generativo de realidad.
Cada
uno de nosotros y nosotras podemos comprobar cómo el lenguaje crea
nuestra realidad. El jefe, el profesor, el padre o el policía que
dicen: “Hágase tal cosa”, y tal cosa se hace. Si no lo hubieran
dicho, tal cosa no se habría hecho. Las palabras de cariño o los
insultos, los reconocimientos o los desprecios, las palabras de ánimo
o las pesimistas, todas ellas crean diferentes escenarios en las
personas, que las pueden llevar a lo más alto o a lo más bajo. Tal
es el poder inmenso de la palabra o del lenguaje.
Y
para comprobarlo observemos cómo se nos pone el cuerpo cuando nos
decimos “No valgo para nada, soy un inútil”. O también cuando
vamos a comprar algo y las palabras nos cuestan: solamente con que la
persona de la tienda nos mire burlonamente nos sentiremos mal con
ganas de desaparecer, pero si nos mira con aprecio, la cosa cambia.
Comprobemos
cómo se nos pone el cuerpo cuando pronunciamos las palabras que
Nelson Mandela se decía a sí mismo en sus duros y largos años de
cárcel: “Soy dueño de mi vida, soy dueño de mi alma”. Estas
palabras lo liberaron de su odio y deseo de venganza hacia los
blancos. Probadlo con la mano en el corazón: “Soy dueño de mi
vida, soy dueño de mi alma”.
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